Carácter de Rosas.

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Como parte de la formación que doña Agustina reservaba a sus hijos, a quienes deseaba fuertes ante la vida pero también sometidos a su voluntad, acostumbraba mandarlos a servir como humildes dependientes en alguna de las tiendas de Buenos Aires. Lo que también demuestra una tendencia alejada de los hábitos elitistas de la clase acomodada.

Sucedió que uno de los Ortiz de Rozas, Gervasio, se resistió a la humillación de lavar los platos en que habían comido algunos de sus parientes y amigos. Altanero, contestó:

- Yo no he venido aquí para eso.

El dependiente principal dio cuenta al patrón y este, llamando a Gervasio, le dijo secamente:

- Amiguito, desde este momento yo no lo necesito a usted más, tome su sombrero y váyase a su casa. Ya hablaré con misia Agustina…

 Gervasio caminó las pocas casas que lo separaban de su hogar con el ánimo turbado pues se sabía merecedor del castigo de su temida madre. Recibió la orden de encerrarse en su cuarto y al rato un sirviente golpeó la puerta llamándolo en presencia de doña Agustina, a quien acompañaba el dueño de la tienda. La señora, con gesto severo, tomó al hijo de la oreja y le conminó:

- Hínquese usted y pídale perdón al señor…

Cuando Gervasio, con lágrimas de dolor y de deshonra en los ojos, hubo obedecido, prosiguió:

- ¿Lo perdona usted, señor?
- Y como no, señora doña Agustina – respondió el tendero, desasosegado por la situación.
- Bueno, pues, caballerito, con que tengamos la fiesta en paz… - retomó la matrona – y váyase a su tienda con el señor que hará de usted un hombre. Pero, ahora, mi amigo, yo le pido a usted como un favor que a este niño le haga usted hacer otras cosas… Según el relato de Lucio V. Mansilla, al oído le dijo que le hiciera limpiar las letrinas. “Gervasio no volvió a tener humos”, concluye.

Pero lo que había funcionado con uno de sus hijos fracasó con otro de ellos, Juan Manuel. Ante una situación casi idéntica, este se negó a arrodillarse ante su patrón, por lo que la autoritaria doña Agustina, luego de darle un coscorrón, lo encerró desnudo en una habitación a pan y agua hasta que depusiera su orgullo. 

Pero dando preoz muestra de su temple, el joven logró forzar la cerradura y escapar como Dios lo trajo al mundo, dejando una esquela en la que doña Agustina y don León pudieron leer: “Me voy sin llevar nada de lo que no es mío”

Jamás regresaría a su hogar, nunca reclamaría ni un centavo de la abundante herencia familiar y además tampoco se llevaría el apellido aristocrático ya que de allí en más pasaría a llamarse Juan Manuel de Rosas, suprimiendo el “Ortiz” y modificando la “zeta” de Rozas por una “ese”.

Pacho O´Donnell, Juan Manuel de Rosas, Aguilar 2013.
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